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Muerte digna: modificaciones a la Ley 26.529 de Derechos del Paciente

Dr. Antonio Turnes. En mayo pasado, el Congreso Nacional sancionó el proyecto de “muerte digna”. La ley promulgada por el Ejecutivo permite, entre otros aspectos, que los pacientes -y sus representantes- tengan la posibilidad de evitar lo que se conoce como “encarnizamiento terapéutico” y descarta la aplicación de sanciones a los médicos que asistan al paciente a cumplir su voluntad.
Esta nueva ley 26.742 en realidad introduce agregados a la ya existente ley 26.529 (vigente desde febrero de 2010), la cual ya prevé taxativamente el derecho del paciente a rechazar el tratamiento indicado por el médico, aún cuando ese rechazo ponga en riesgo su vida, estableciéndose que el profesional debe acatar la decisión del paciente.
Asimismo la mentada ley 26.529 establece también en su art. 11 la figura del testamento vital, es decir la posibilidad que tiene toda persona de disponer directivas anticipadas sobre su salud, pudiendo consentir o rechazar determinados tratamientos médicos, preventivos o paliativos, y decisiones relativas a su salud. Tales directivas deben ser aceptadas por el médico a cargo, salvo las que impliquen desarrollar prácticas eutanásicas, las que se tendrán como inexistentes, especificando la nueva ley 26.742 que dicha declaración de voluntad debe formalizarse por escrito ante escribano público o juzgados de primera instancia, para lo cual se requerirá de la presencia de dos testigos.
La principal novedad introducida por la ley 26.742 consiste en que ésta ha venido a contemplar aquella situación en la que el paciente por su estado de salud no se haya en condiciones de manifestar su voluntad, y por tanto consentir o rechazar un tratamiento, y al mismo tiempo tampoco, con carácter previo a su estado de ausencia de discernimiento, emitió una directiva anticipada.
Así las cosas, a través del art. 4 de la referida ley 26.742 se habilita que, cuando el paciente padezca una enfermedad irreversible o se encuentre en estadio terminal, pueden las personas mencionadas en el artículo 21 de la ley 24.193, con los requisitos y con el orden de prelación allí establecido, rechazar procedimientos quirúrgicos, de hidratación, alimentación, de reanimación artificial o solicitar el retiro de medidas de soporte vital, cuando sean extraordinarios o desproporcionados en relación a las perspectivas de mejoría, o que produzcan sufrimiento desmesurado.


Nuevas leyes para viejos temas.

Recientemente asistimos a la exposición pública de una discusión que no nos resulta ajena. La llamada Ley de Muerte Digna ha concentrado la atención de diferentes actores sociales; pacientes, médicos, legisladores, periodistas pusieron en el centro de la escena un tema que a pesar de lo inevitable parecíamos haber aprendido a ignorar. El rol de la medicina frente a la muerte pudo verse a través del cristal de los protagonistas de esta discusión y esta experiencia debiera servirnos para una vez más intentar reflexionar no sólo sobre los fines de la medicina sino sobre nosotros, sus medios.
El tratamiento de esta ley fue impulsado por familiares de pacientes que no encontraron respuestas en quienes los asistían. Nada más debiéramos exigir a quienes padecen. Detrás de su título de fuerte impacto periodístico, se trató estrictamente de la modificación de algunos artículos de la Ley 26.529 sobre Derechos del Paciente en su relación con los Profesionales e Instituciones de la Salud promulgada en 2009.
En mi opinión la discusión disparada por el tratamiento de esta ley hace eje sobre tres cuestiones de interés: la reconsideración de la autonomía, las cuestiones de la limitación del esfuerzo terapéutico y la recurrente necesidad de legalizar las acciones que consideramos legítimas.

Las cuestiones de la Autonomía
El abordaje sobre la consideración de la autonomía lleva décadas pero pareciera no agotarse. Los cambios más vertiginosos de la historia de la medicina han ocurrido desde la mitad del siglo pasado en adelante.
Unos tienen relación con los avances tecno-científicos, los otros, no menos trascendentes, tienen que ver con la reorganización del modelo médico tradicional, de aquel centrado en el paternalismo, a este otro que no entiende a la beneficencia sin respeto a la autonomía. Pero a la hora de actuar, la simple ecuación de situarnos a nosotros mismos en el lugar de los pacientes no resulta suficiente, se trata entonces de intentar internalizar el concepto de que la mayoría de los individuos no están dispuestos a resignar sus valores sólo por el hecho de hallarse circunstancialmente en el rol de paciente. En este aspecto la discusión de esta nueva ley no parece aportar mucho a otras ya existentes.
Siendo el cuidado del propio cuerpo una cuestión esencialmente privada podría haber sido suficiente con que nuestra Constitución Nacional así lo consigne y proteja (art 19). Por otro lado la Ley de Ejercicio de la Medicina pensada en los inicios de la revolución de la autonomía ya hacía referencia a la obligación del médico de respetar la negativa de un paciente a recibir un tratamiento (Ley 17.132 art 19). Si bien puede argumentarse que los tiempos han cambiado y que la sombra de la judicialización de la medicina pareciera ahora alcanzarnos, abunda la jurisprudencia que sostiene el deber profesional del respeto a la autonomía de las personas. En este sentido las prácticas del Consentimiento Informado han sido ampliamente aceptadas y, a pesar de las necesarias mejoras en su proceso de implementación, no se conocen muchas opiniones contrarias a las razones y ventajas que ellas entrañan.
Con el tiempo y la mayor disponibilidad de medios de sostén vital que prolongan la sobrevida de pacientes gravemente enfermos o con grave e irreversible daño neurológico, se pensó en nuevas herramientas. Así surgieron lo que hoy conocemos como “directivas anticipadas”. Estos documentos nacen a partir de la discusión de casos de gran difusión en los EEUU (Cruzan y otros). Familiares de pacientes en Estado Vegetativo Persistente solicitaban suspender ciertas medidas de soporte vital; la atención se centró en cómo conocer los deseos del propio paciente, cómo reconstruir sus preferencias para que pudieran tenerse en cuenta en tales situaciones. Se pensó entonces en ofrecer la posibilidad de que las personas pudieran dejar consignadas sus preferencias de modo preventivo para ser tenidas en cuenta si llegasen a encontrarse en una situación en la que ya no pudieran manifestarlo personalmente.
En nuestro país hace más de 15 años que reconocemos el valor de esas disposiciones que han ido instrumentándose de diversas maneras, tanto a través de la historia clínica como en otras formas de registros públicos como lo hizo el Colegio Público de Escribanos de la Provincia de Buenos Aires.
En el Hospital Italiano de Buenos Aires venimos desarrollando desde hace más de 2 años un programa para la difusión e implementación del dictado de directivas anticipadas; al contar con una historia clínica informatizada pudimos desarrollar un dispositivo que sirviera de registro seguro y accesible de dichos documentos. Desde la promulgación de la Ley 26.529 la discusión sobre la legalidad de estos documentos estaba zanjada. Pero una vez más pareciera que las cuestiones de la autonomía no terminan de convencernos y nuevamente se buscó darle forma a este derecho. Esta vez, a pesar de reconocer el valor de la directivas anticipadas, las modificaciones últimas imponen que su formulación se efectúe fuera del ámbito de la atención sanitaria, desnaturalizándolas como acto médico e imponiendo requisitos que si no son reglamentados confiriéndoles mayor flexibilidad conllevarán su burocratización. Con la intención de proteger un derecho se estaría cercenándolo.

Limitación del Esfuerzo Terapéutico
La indicación de todo tratamiento médico deriva de los beneficios que de ello resulte. Si ese beneficio no se produce dicho tratamiento pierde su objetivo. De este concepto surge el criterio de futilidad, es decir, aquellas medidas que ya no resultan útiles para la mejoría del enfermo, y su contrapunto que es la obstinación terapéutica. En este sentido son muchas las publicaciones que hacen referencia a pautas o guías de recomendación para la suspensión de medidas de soporte vital de las más prestigiosas organizaciones científicas. Difícilmente una ley pueda resolver por sí sola la complejidad de los escenarios donde estas decisiones deben ser tomadas. El texto de esta ley resulta naturalmente inconsistente para valorar el peso de la opinión familiar a la hora de tomar decisiones. La nueva norma no modifica la necesidad de reflexionar sobre el rol profesional al momento de proponer determinados tratamientos, ni el margen de acción de la propia familia para consentirlos o rechazarlos. Se trata de una discusión sobre la que podríamos anticipar su proceso pero jamás su resultado.

Legalidad y legitimidad El concepto de “dignidad” aparece unívoco en su enunciado pero encuentra un sinnúmero de matices a la hora de traducirlo en hechos concretos. La racionalidad tan presente en nuestras decisiones tera-péuticas parece diluirse cuando nos enfrentamos a lo irremediable. El peso emocional de algunas decisiones se hace sentir, quizá por ello, más allá de la consensuada legitimidad de nuestras acciones, es que seguimos persiguiendo la ilusión del amparo legal como la necesaria contención a nuestra incertidumbre.


 

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